Tengo miedo de cumplir mis sueños,
enfermedad hereditaria
crónico degenerativa.
Primer semestre de la UNAM, tuve un amigo que también fue mi maestro de debate parlamentario. Él me decía:
“Cuando das tu discurso de látigo, das el argumento, pero no lo cierras.
Te quedas frente a la puerta, con la mano en la perilla. A punto de girarla. Pero no la abres.”
Y hoy, una tarde en Tepic, Nayarit, esas palabras regresan.
Han pasado siete años, cada uno es del revolver un disparo
tres por cada sien, otro en el centro exacto del pecho.
Sigo sin abrir la puerta.
Me senté en las escalinatas de un pórtico vacío, en la ciudad más habitada por ausencias,
sangrando por dentro, sin que nadie lo notara.
No sé si esto es patético.
Tal vez le ha pasado a alguien más:
ese momento en que los pulmones aprenden a vivir con menos aire,
a sobrevivir con apenas un hilo de oxígeno,
que teje al mismo tiempo el futuro de la existencia.
No sé por qué me pasa.
Tal vez por miedo a perder lo que ya imaginé perfecto.
O tal vez porque, en el fondo, sigo esperando que alguien venga y me diga: “Ahora sí, es seguro cruzar.”
Pero nadie viene.
Y la puerta sigue ahí.
*Painting: La persistencia de la memoria, Salvador Dalí

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