Por cada metro recorrido de este desierto,
más largo que la probabilidad de regresar
y sentir mi cabeza sobre mi vieja almohada,
me persigue la sombra intacta de mis hijos,
una esposa honrada que le tiemblan las manos
y que cada vez que mi cobarde conciencia
la trae a la vida, me bendice con sus lágrimas.
Reside en mí y en ellos un miserable hueco
que apareció cuando cambié el pan de la alacena
por ilusiones que se evaporan cada vez
que me quito el sombrero y alzo la mirada al sol.
Ese hueco que me azota la energía es tan celoso;
no deja dormir, ni pensar y quiebra al amor
como el frágil cristal que verdaderamente es.
«Si el viento no corre contigo, corre para el lado
en que lo hace él» Sabias palabras de mi padre
que vió en carne viva al gran muro que ahora
tengo en frente mío. ¿Habrá sido él feliz?.
O habrá extrañado los consejos de mi madre,
esos que el el frío y la miseria no dejan que escuche.
Por cada metro recorrido, voy dejando flores
para que aquél al que se le doblen sus rodillas
o le flaqueen los recuerdos y extrañe a su familia
las recoja con sus últimas fuerzas y haga un ramo;
así al llegar a casa lo entregue a la mujer que rezó por él.
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