Observo mi casa desde el jardín, pienso, que desconozco cuantas veces he visitado la oscura sala equipada con sillones de cuero negro, altos ventanales y un escritorio caoba, ubicada en el pasillo de la planta baja.
Dicha sala casi no recibe visitas, tal vez porque está al fondo, sin protagonismo alguno, pero, cada vez que ingreso, mi mayordomo me ofrece un platillo maravilloso; ancas de rana al Rivotril y una copa de vino tinto Casa Madero, claro, para adormecer los recuerdos que me acechan… Así que abandoné el pórtico para entrar ahí, a la sala del sueño inmundo, para no perder la magia del ritual ofrecido por Ricardo. Camino 300 metros en linea recta para llegar, me poso ante la imponente puerta y accedo.
Ric está listo para la acción, así que me recuesto en el sillón más largo y seguido de esto, bebo aquél coctel psicotrópico, el cual les había contado, sí, con las ancas. Se entumen los músculos y la luz, poco a poco, comienza a retirarse; al día se le olvida que son las 11 de la mañana, se comporta de una forma extraña, como si fuese una condena al engaño nocturno.
Mi mayordomo, un hombre atento, alto y pulcro, al percatarse del caer de mis párpados, rápidamente me ofrece un café americano; le doy un sorbo, acaricio mi barba y en este punto, donde la ligereza de mi carne corporal y la audacia de la cafeína se encuentran, tomo mi bolígrafo, (un Montblanc que la sociedad te obliga a comprar para pertenecer a su miserable grupo) y se me suelta la mano, como si del más allá alguien me dictara letra por letra, para iniciar mi cuento:
“La sierra está nevada. Entre su nieve, yace una grieta, habitáculo del agua helada, en la que viven pecesillos fantasma y hacen su aparición de circo, con piruetas y saltos tan atractivos que propician a que mi rostro se acerque cada vez más, como si fuese yo un niño husmeando el fondo de un pozo.
Hasta que uno de los escurridizos trozos de masa con branquias, que parece ser el líder, con su cola azul tornasol da un salto hasta la orilla donde descansa la nieve, posándose sobre mi mano que se encuentra al borde de la grieta.
– Acércate – , me dice.
Y yo, acércome con la ilusión de que me contara sus secretos más oscuros, que delatara las injusticias del invierno y me compartiera sus filosofías más natatorias.
– Hombre, lo único que se de ti es que eres un ser terrenal y los terrenales no me agradan, porque tienden a inventarse historias sobre peces, pensando que en su boca se encuentra la verdad. Así que ¡¡Largo!!, aquí lo único que verás es mi indiferencia, tus inquietudes no me importan, mucho menos tu forma tan pulmonar de respirar. –
Da otro gran salto, de repente, aquellos peces de colores desaparecen del lugar».
Esto escribo sin darme cuenta de la hora, ya son las tres de la tarde. Llamo al mayordomo para obtener mi segunda ronda de este peculiar manjar… Le grito una, dos, tres veces más, sin respuesta. Razón por la que salgo de la sala para reprenderlo. Maldito seas Ricardo.
Al salir y cruzar el pasillo oscuro, recorro el patio, baño y el comedor. Veo a mi derecha la puerta de la cocina, giro con paciencia su manija redonda con detalles en cobre y al abrirla, me percato que dentro está la misma sierra nevada sobre la que escribí. Santo cielo, entro. Veo mis manos, ya no son mis manos, veo mis piernas, noto su ausencia. De pronto, el conjunto refrigerador estufa microondas, desaparece.
Estoy en la grieta, siento un frío inmenso, con los mismos peces y poseo la cola azul tornasol de aquél ser branquial con el que conversé en el papel…
Transcurren dos minutos, un hombre con barba se acerca.
Lo miro a los ojos con mis pupilas de pez y sonrío.

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