Cada que me voy lejos, ellos se me están yendo aún más.
La voz quebrada a través del teléfono, las manos frías que
tocan mi infancia cuando escucho sus consejos, me dicen
que el camino es duro, y si se van mis padres, el pavimento
de concreto por el que deambulo, en carbino se convertirá.
No hay metal más duro que la sensación de ver el reloj de
arena ajeno, agotarse de segundo en segundo, de grano
en grano. No hay lágrima más líquida, que la derramada
por el temor de no volver a encontrarte con el ser amado.
Cuando pienso en mis padres, la noche me abraza, y se
alarga, hasta el último respiro con el que caigo dormida,
así me re encuentro con ellos sin necesitar puente alguno,
deseando en cada sueño, que jamás me vayan a faltar.
Me advirtieron que tendrían canas verdes, en cada escena
de mi niñez desobediente. Ahora las veo un poco grises,
Como el grisáceo del cielo cuando está a punto de llover,
o el gris de una fotografía al pasar el abuelo Tiempo.
Hoy la vida es sueño, mañana, que despierte y no estén,
o los busque en el jardín de mi casa donde suelen comer,
o vaya al ropero a buscar entre ganchos el aroma del ayer
y no lo encuentre, sentiré un terror, que ni el mismo Poe
en sus cuentos ha descrito. Sentiré al cuervo comiéndose
mis agallas. Al cuervo llevándose la imagen de mis padres,
dejándome en la tierra del «nunca más», porque la navidad
jamás será igual, y el abrazo de año nuevo se convertirá en
un grito ahogado al cielo. El cuervo me deja en el pórtico de
una vivienda inhabitable, de la niñez, de las preguntas.
En el pórtico de lo sensible, sin ellos, sintiendo frío invernal.
*Painting, «Portrait of the Artist’s Parents», Otto Dix, 1921.
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