El terror de tomar el volante de un auto, con las manos atadas
es saber que vamos andando
sin tener el control.
Lo mismo sucede cuando acariciamos el acelerador
con los ojos vendados,
la conciencia dormida.
El fracaso es nuestro destino; inevitable, carismático
con la sonrisa a las espaldas
¿Vale la pena llorar y rendirse ante un viaje incierto?
o hay que afrontar las curvas más rebeldes
entre aplausos y voces anímicas
para continuar la jornada eterna de la que somos presa
tendiéndole la mano a la ignorancia
a la sensación de que todo es frío
y dar un paseo en las faldas de un mar calmo.
Existe otra parte que sólo el que es libre (sin saber que lo es)
puede ver, esa otra mirada es
el paraje verdoso de una vida prolija, intelectual
que lo obliga a darse cuenta de la estúpido que es andar en coche
y le dice que lo prudente es llegar hasta su destino a pie
contemplar las nubes, saborear espíritus
esquivar con agilidad los baches que averían al mundo.
El que puede ver, sabe de obstáculos.
Prefiere ser peatón que ser el conductor de aquél auto
con las manos atadas y la conciencia dormida.
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